Tiempo estimado de lectura: 7 minuto(s)
“Una vida no examinada“, planteó en algún momento el pensador griego de nombre Sócrates, “no merece la pena ser vivida“. Dicha aseveración la encontramos en las enseñanzas de su discípulo Platón, otro de los grandes filósofos del periodo helenístico (antigua Grecia). Tanto se ha escrito respecto a ella -la frase-, que es imposible que pueda yo aportar algo más, así que sólo la utilizo como un modo de intentar llamar su atención. Prefiero hablar de… ya se. Voy a escribir un poquito sobre “la atención” en tanto capacidad mental.
Desde pequeños nos vienen enseñando que “hay que pensar bien las cosas”. Aparentemente, decidir -correctamente- es el producto del buen pensar. O, puesto de otro modo, lo que no se piensa, muy seguramente nos llevará a una decepción. El ser humano, visto así, es un mamífero que sólo acierta en sus decisiones si piensa. Sólo si piensa. Existe para pensar. Piensa, por tanto existe. Pero, y la emoción, ¿dónde la dejamos?. ¿Acaso somos sólo eso, bichos que piensan?. ¿Qué hacemos con todos los otros componentes de nuestro mundo interno: emociones, sentimientos, miedos, sueños, esperanzas, etc.?.

El profesor Antonio Damasio, doctor en neurociencias, ha invertido una buena parte de su energía y tiempo en recordar(nos) algo que, siendo tan obvio como parece ser, es constantemente olvidado: las emociones existen (él lo plantea de modo mucho más sofisticado y docto). No existe algo así como un ser humano sin emociones. Podemos encontrar gente que se emocione con cosas raras o incluso que experimente emociones diferentes al resto en momentos particulares, pero no hay forma de ser un humano y no sentir emociones. Aquel que no pueda sentir emociones, será diagnosticado con la muy rara condición de “alexitimia”, un problema eminentemente neurológico, producto de un muy severo traumatismo.
El homo sapiens entonces, aún en sus versiones más básicas, cuenta con la capacidad de pensar Y de sentir emociones. Hasta acá, todo bien. Pero, -porque siempre hay un pero para todo-, cuando pensamos, ¿ganamos algo haciéndolo? Quiero decir, sólo pensar, ¿nos hace bien?
Si quisiéramos acercarnos a la capacidad humana llamada “pensar”, les propongo un modelo de ilustración, muy básico, pero espero útil: cuando pensamos, logramos pensar en dos tipos de pensamientos:
- los útiles, y
- los inútiles.
¿Ejemplos? Cientos.

Deseo dejar sentada esta idea: pensar no es señal de avance, máxime cuando lo pensado no conduce a ninguna acción concreta. No es lo mismo pensar en un modo creativo de resolver algo a ser atrapado en un interminable remolino de escenas que se repiten. Quizás, apoyándonos en una precisión freudiana, podríamos plantear que pensar repetitivamente es señal de enfermedad (el pensamiento compulsivo es un síntoma casi siempre presente en los obsesivos). El que piensa y piensa y piensa y no lleva este gasto de energía hacia un movimiento, invierte en su propio malestar.

Ya espero que se entienda mi punto. Pensar no siempre es seguridad de claridad. Por el contrario: la rumiación mental (“mind wandering”) es mucho más un modo de oscurecer el panorama actual. Y sí. Se bien que no es un acto consciente. No queremos pensar y pensar en lo mismo por horas (¿días?, ¿semanas? ¿MESES?). Entonces, si ya quedó claro que pensar no siempre resuelve las pruebas a las que nos enfrentamos, ¿qué nos queda como plan alternativo?

En alguno de sus libros el doctor Kabat-Zinn plantea algo tan contundente como útil: “la mente humana o presta atención o piensa, no puede hacer ambas cosas a la vez“. Léanlo de nuevo, por favor. Eso que acabo de compartirles es, en momentos como el actual, vital. Frente a todo lo que estamos viviendo, contamos con 2 modos de recorrer esta dura prueba: pensar y pensar y pensar o prestar atención, tanto a lo que nos sucede en nuestro interior como a lo que le sucede a nuestros seres queridos (prestar atención a las noticias no me parece tan sano, a no ser que nos podamos asegurar de la seriedad de la fuente). Prestar(nos) atención a ese súbito deseo de no levantarnos de la cama, de reaccionar violentamente ante cualquier cuestionamiento, de cerrar las puertas de comunicación en momentos en que un silencio mal llevado puede enquistarse y volverse insomnio, ansiedad, etc.
Solo por fines didácticos, dividiré a las personas en 2 grandes grupos: los que pueden prestar atención y a los que no les resulta tan sencillo. Sumémosle a estos últimos la loca cantidad de distractores actuales, que en nada ayudan y más bien conspiran contra la urgente necesidad de prestar atención. Es que, si no ponemos atención, inmediatamente empezaremos a pensar y a pensar y a pensar y, por si fuera poco, a sentir cosas que quizás no conviene sentir en estos momentos (desesperanza, paranoia, ira, derrotismo, nihilismo, etc.).
Estoy de acuerdo con la máxima socrática. Debemos revisar nuestros actos, nuestras palabras, nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestras publicaciones. Pero, además de lo anterior, debemos aprender a interrumpir el pensamiento compulsivo. Y eso, se los aseguro, no se logra pensando. Eso sólo se logra practicando, un día y el siguiente también. Es un verdadero entrenamiento. Hoy en día, dejar de prestar atención es un solapado modo de evadir la realidad.
Pensar es fundamental, experimentar emociones también. Prestar atención, espero haberlo demostrado, es tan importante como lo anterior. No vaya a ser que perdamos la oportunidad de crecer. Recuerden algo que he dicho en varias ocasiones: todo esto tiene que servirnos para algo. Si, luego de que todo esto pase, salimos a seguir viviendo las mismas vidas, no habremos aprendido nada.
El auto-conocimiento es imposible sin la capacidad de prestar(se) atención. De hecho no se puede lo primero sin lo segundo. Entonces, ¿se atreve usted a auto-conocerse? ¡Maravilloso! A prestar atención entonces. El que se distrae… pierde… la oportunidad de evolucionar.
Allan Fernández, acompañante y orientador filosófico / Podés seguirme a través de Instagram y Facebook