Tiempo estimado de lectura: 9 minuto(s)
Lo que inició como una noticia proveniente de oriente, allá por los finales del 2019, sacudió al mundo entero de modos imposibles de predecir. Todo quedó evaluado (querría decir falseado): nuestros sistemas económicos, la consistencia del entramado social, la fragilidad de los entornos familiares, la fantasiosa estabilidad psicoemocional del Homo Sapiens, etc. Hoy, dos años después, aún nos resulta imposible predecir qué efectos tendrá esta cruda prueba de sobrevivencia planetaria (un #challenge más, como todos los que hoy se viralizan). Contra todas las voces que hoy en coro nos prometen ese despertar que no termina de suceder, yo propongo un diagnóstico reservado.
Reservado, sí. Cuando una catástrofe recién acontece, la mesura, la calma, la ecuanimidad y sobre todo la paciencia deberían ser las cualidades a privilegiar. Intervención en crisis 101: el final de un acontecimiento traumático siempre deja marcas. SIEMPRE. Nuestros mecanismos de defensa psíquicos intentan ayudarnos a no sufrir. Negar la realidad es a lo primero que echamos mano. Pensar que lo que sucedió ya pasó, se convierte en un camino aparentemente optimista. Hoy, más que nunca, debemos cuidarnos de no excedernos en inocencia (adoptar una posición “näif” algunas veces resulta tierno. Esta vez no).
De aspectos socioeconómicos y/o ecológicos no tengo nada que decir. Me declaro un ignorante total. Prefiero concentrarme en el efecto que este perverso sistema desea instalar en nuestros sistemas nerviosos, ya de por sí maltrechos por tanta ansiedad, por tanta depresión, por tanta sobreexposición a pantallas, por tan poca capacidad de callar el barullo mental, por tantas “fake news”, por tanto sedentarismo, por tan poco sueño reparador, por tantas propuestas pseudoespirituales y pseudoreligiosas deseosas de generar no más que un poco de distracción, por tanto libro de autoayuda carente de profundidad y por tanto motivador prometiendo algo que ni siquiera saben cómo lograr, a saber: felicidad, éxito, alegría perenne, libertad, productividad total, etc.
Analizar a alguien a quien no deberíamos prestarle atención es relativamente sencillo. Basta que encontremos en su discurso conceptos como el de “mejoramiento continuo”, “prosperidad absoluta”, “bienestar inquebrantable”, etc. Todas esas muletillas, repletas de buenas intenciones, terminan convirtiéndose en pesados fardos, imposibles de sostener y, por si fuera poco, abonos de terrenos que pronto verán crecer decenas de presentaciones neuróticas.
Me voy a concentrar en el primero mencionado. El famoso “mejoramiento continuo”. Si ustedes llevan una rápida búsqueda en internet y no se quedan con la primera definición (un buen investigador nunca se queda con la primera definición, máxime cuando el algoritmo lo que quiere es que pierda horas distrayéndome frente a la pantalla de mi computadora), descubrirán que este concepto, en realidad, nació en un ambiente industrial, en un país que requería levantarse de los escombros: Japón, post-segunda guerra mundial. Los caracteres “Kai” y “Zen”, unidos, dieron como resultado una especie de metodología de producción (sí, tengan por favor esto presente), gracias a la cual, a partir de una serie de pautas ideológicas, prometían un resurgimiento de un pueblo urgido de resucitar. Y no debemos ser mezquinos: lo lograron. El problema con esto es que un ser humano no es una fábrica, a no ser que llevemos a cabo un análisis como los que nos proponían hace 7 siglos (mecanicismo).

Un ser humano no es un material de construcción, no es un proceso ingenieril, no es una serie de pasos que siempre lleva al mismo resultado, no es una máquina. De serlo, mi profesión no existiría. Ahora bien, hablando del universo de lo psicológico, encuentro acá también una serie de desaciertos peligrosamente contraproducentes. El día que la psicología occidental se acostó con el movimiento new age, engendró un entuerto imposible de asumir. La psicología positiva, probablemente ilusionada con la posibilidad de diseccionar al ser humano en dos partes, soñaba con negar nuestros aspectos oscuros (oscuros porque no los conocemos, no porque sean demoniacos). El ser humano es luz. Eso es innegable. Pero también es sombra. Es positivo y es negativo (si me permiten pedir prestado un concepto propio de la energía).
Hoy, con mucha pesadumbre, asistimos al espectáculo de los discursos que promueven un optimismo delirante, rayando casi en lo alucinatorio, gracias al cual contamos con todos los elementos necesarios para alcanzar la dichosa felicidad por todos anhelada. Pasamos de una psicología positiva a un positivismo tóxico. Hoy, lo he dicho cientos de veces, estar mal parece que habla mal de vos, de como vas llevando tu vida. Debemos estar bien, a toda costa y a cualquier precio. El que no está bien debería sentirse avergonzado. Los quebrantos emocionales son cosa del pasado. Hoy, entre promesas de anaquel de autoayuda y pastillas para todo, ya no se justifica el que alguien pueda llegar a externalizar que no se siente tan bien como los personajes que sigue en Instagram u observa a través de Youtube. Es que la fórmula no debería fallar: si pasás leyendo cosas motivantes y llenaste tu feed de publicaciones de personas exitosas, tendrías que ser “el maestro de tu universo” (o al menos aparentarlo).
No, la vida no es tan sencilla. Se necesitaría un nivel de inocencia sólo observable en la primera infancia para sostener semejante sinsentido. La vida es algo complicado, es algo muy serio, es algo que requiere de reflexión, de calma, de aceptación, de capacidad evolutiva (si es que entendemos correctamente el concepto y dejamos de confundirlo con “bienestar”). Estar bien no nace ni de las buenas intenciones ni de la apropiación de conceptos propios de fábricas que se dedican a fabricar automóviles (busquen el concepto de “toyotismo”, si no es que ya escucharon a alguien invitándonos a aplicarlo en nuestra vida cotidiana). De hecho, y espero no producir pesadillas en ningún estimable lector, estar bien, totalmente bien, es totalmente imposible. Nadie lo ha logrado. Nadie lo está logrando. Nadie lo logrará. Vean que yo también puedo echar mano de la filosofía oriental:

Todo aquel que crea que puede ser sólo feliz terminará sumido en un estado de total frustración (se los dice un psicoterapeuta). Todo aquel que sienta que lo vivido (o, como suelen llamarlo “todo el tiempo perdido”) tiene que reponerlo pronto, corre el riesgo de enfermar emocionalmente. Todo aquel que no pueda sólo intentar ser (sin calificativos, sin tener que evaluar, sin necesidad de auto-aplicarse un análisis FODA), estará condenado a un “via crucis” interminable.
Acabamos de sobrevivir a una pandemia global. ¿No podríamos intentar, en lugar de matricularnos en cuanto “challenge” aparece en redes (el del abdomen plano, el de los 500 días de meditación seguida, el de los 52 fines de semana sin consumir carbohidratos), intentar tratarnos con un poco de humanidad? ¿Qué tal si dejamos de pensarnos a nosotros mismos como una línea de ensamble? ¿Qué les parece si, luego de terminar de leer esto, apagamos el aparato que utilizamos para leerlo y sólo nos quedamos ahí, un rato, siendo, sin necesidad de continuar dando vueltas en esa rueda de hámster social que desea cualquier cosa menos nuestro bienestar? Yo lo voy a hacer y espero que ustedes, si se atreven a rebelarse contra el sistema, también lo intenten.
Allan Fernández, Psicoanalista y Asesor Filosófico / Si queres sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace.