El matrimonio como (auto)conocimiento

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Cuando el término matrimonio aparece en una conversación, sea ésta una conversación íntima o un espacio social compartido por varias personas, es muy probable que observemos diversas reacciones. Nos vamos a encontrar francos opositores, uno que otro escéptico y, quizás, una o dos personas que aún alberguen el deseo de experimentar dicho tipo de vínculo. Algunos echarán mano a las estadísticas (contundentemente desalentadoras), otros al nada memorable matrimonio del que proceden y algunos, motivados por una especie de fe, aún conciben el matrimonio como meta, deseable como todas ellas y, por tanto, parte ineludible de la experiencia humana.

Los orígenes del matrimonio son relativamente claros. Mucho antes de la aparición de la era moderna, se han encontrado restos de escrituras (Mesopotamia) en las que se hacía alusión al vínculo que contraerían un hombre y una mujer, “motivados” por sus padres, para con esto expandir el poder económico de ambas familias. Suele observarse en el catolicismo -nacido en el Imperio Romano- el origen de dicho vínculo. Sin embargo, hoy sabemos que la idea precede dicho momento histórico. Además, sobra decir que este tipo de celebración se encuentra presente en culturas mucho muy anteriores al cristianismo (el hinduismo, por ejemplo).

El término, etimológicamente hablando, realmente procede del latín y hace referencia a la célula gramatical “mater”, misma que se utiliza para nominar lo materno y, también, lo relativo a la materia, a lo material (en inglés, “matter”). De allí que hoy podamos especular que dicho concepto apuntase al deseo de que una mujer se transforme en madre, de que ambos cónyuges se conviertan en uno (“una sola carne“, como dicta el génesis bíblico) o, tal como la historia nos enseña, una estrategia para afianzar los recursos de dos familias, gracias a la consumación del contrato.

Sea que este ritual se efectúe en un sitio religioso o en uno laico, se requerirá de la presencia de un tercero que enmarque los deberes y derechos de los contrayentes. La ley, sea ésta terrenal o divina, viene a solidificar un vínculo que, aparentemente, goza de una connotación fundamental. Curiosamente pasamos -históricamente- de lo meramente mercantil (de ahí la presencia de lo legal) a lo sobrenatural. Observen como en aquel momento de la historia (posterior a la caída de Roma y el consiguiente afianzamiento del nuevo imperio católico), aún nadie hacía referencia a cuestiones como el amor, por citar un solo elemento. Era en realidad una alianza entre dos partes, reglada por una serie de convenciones provenientes de un sistema de fe influido por muchas ideas de diversas culturas. Si se me permite el comentario, todo matrimonio, al menos en su origen, era un asunto de interés… económico. Se pactaba una alianza entre dos dotes familiares, los cuales eran simbólicamente representados por los contrayentes. No se casaban las personas. Se casaban -se aliaban- las fortunas (no será casual que el nombre correcto del anillo de bodas sea “alianza”). El matrimonio por conveniencia se presenta como el paradigma del matrimonio mismo.

La psicología profunda, gracias a la producción intelectual del colega -y teólogo- Robert Moore (1942-1916), propuso el matrimonio como modo de comprender las transformaciones que se darán en aquellos que deciden iniciar un camino en compañía. Incluso, según el Dr. Moore, todo vínculo humano atravesado por algún grado de afecto puede ser visto como un ejercicio de autoconocimiento. Su hipótesis es la siguiente: el otro de la relación (en este caso el esposo o esposa) se convierte en un espejo en el que irremediablemente veré reflejados aspectos -propios- no reconocidos. Nos casamos en tanto ignorantes de nuestros propios mundos internos. Será la convivencia la oportunidad de conocer-me. De conocer-nos. Matrimonio: dícese del acto mediante el cual el otro denuncia mis lados oscuros.

Y no deseo que se malentienda lo anterior. No se asegura que el matrimonio sea el único modo de autoconocerse. Eso sería ridículo y por ende fácilmente debatible. Es sólo que en la convivencia se ponen a prueba aspectos de mi personalidad que nunca han sido ventilados. La soledad es un espacio maravilloso de autoconocimiento, es innegable. Pero requerimos del otro para ver-nos reflejados, para conocer de algunas de nuestras proyecciones, las cuales, mientras nos encontremos solos, no verán la luz. Hay sombras que sólo surgen si se encuentra otro presente en la escena.

Si al casarme -convivir, iniciar un noviazgo o cualesquiera otro tipo de relación psicoafectiva-, sé poco aún de los contenidos de mi mundo interno, es fácil vaticinar momentos sumamente complicados en el futuro compartido, tanto en el próximo como en el lejano. Somos seres cambiantes (gracias Heráclito). Hoy no somos los que fuimos ayer. Mucho menos seremos los que fuimos hace diez años, o los que seremos en dos décadas. Casarse -relacionarse- no es ni un espacio de entretenimiento ni una tarea sencilla, aclara el Dr. Moore. Es un ritual de pasaje en el cual, entre muchas ventajas, obtengo un conocimiento propio, difícil de conseguir por otras vías. Casarse no es una culminación. Es un inicio. Es más un banderazo de salida que una línea de meta.

Los seres humanos atravesamos diversos rituales de pasaje, a lo largo de nuestras vidas: el alumbramiento, el destete, caminar por primera vez, asistir al primer centro educativo, obtener el documento de identidad, graduarnos, sobrevivir las muertes de seres queridos (algunos incluso aseguran que la muerte misma es un pasaje hacia otra realidad). Intentar sostener una relación de pareja es también un ritual de pasaje, en el que iniciamos siendo unos y nos convertimos en otros. La capacidad de adaptarnos será puesta a prueba diariamente. De ahí que el Dr. Moore asegure que debe ser visto no sólo como un ritual religioso/social sino como uno psicológico y, si lo desean, existencial.

No todas las relaciones soportarán el paso del tiempo. El “timing” y la suerte algunas veces conspiran en contra (ya me referiré a estos elementos en próximas publicaciones). Puede también suceder que aquel o aquella que una vez estaba segura de tomar semejante decisión, luego, al cambiar su visión de mundo, al transformarse, al madurar, encuentra en su interior preguntas que no podrán ser contestadas en pareja. Es totalmente posible. Siempre existirá esa posibilidad. “Lo único constante es el cambio” (Heráclito nuevamente).

Una anécdota del Dr. Moore me pareció muy simbólica. Aseguraba él que cada ritual de boda en el que participó siempre, por alguna razón, no resultaba exactamente como los organizadores lo habían planeado. Según este colega era una señal de buen augurio para el futuro de la relación, ya que la perfección queda desterrada de lo humano (relaciones incluidas). Aquella persona que se case creyendo que sabe lo que sucederá, está condenada a sendos momentos de frustración. Nadie conoce el futuro y las relaciones no son inmunes a los contratiempos y movimientos propios del devenir.

Finalizo con una reflexión extraída de un libro que tuve el placer de leer el año pasado (mientras me encontraba de viaje con mi esposa y mi hija). Escrito por el filósofo francés Michel Onfray, en su texto “teoría del viaje”, asegura que sólo hay algo más complejo que lidiar con personas de otras latitudes mientras viajamos: lidiar con nosotros mismos, con nuestras idiosincracias, con nuestros miedos, con nuestras inseguridades.

El matrimonio es un viaje en el que tenemos la posibilidad de conocer(nos), de aceptarnos y, gracias a esto, conocer y aceptar al otro de la relación.

Allan Fernández, Psicoterapeuta Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de FacebookInstagram y/o visitar mi blog “No Soy Motivador”.

Foto de Jakob Creutz en Unsplash

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