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Planteaba el psicoanalista -y pediatra- Donald Winnicott que la madre, una vez en contacto con su hijo, deberá hacerse cargo de introducir a dicho ser al mundo. Léase bien. Ser parido no es aún una invitación a la vida, a existir, a ser. Ese frágil cachorro no cuenta con las condiciones -al menos- necesarias para sobrevivir. Su destino, de no ser que alguien se encargue de él, será inexorablemente la muerte. El papel de la madre, en esos fundamentales primeros momentos de vida, será rescatarlo y, una vez conseguido, guiarlo hacia ese estado que todos compartimos y que solemos llamar la realidad.

Metafórica y literalmente hablando, el niño no se sabe sostener, no conoce la gravedad, no cuenta aún con un sistema nervioso que le permita reconocer la diferencia entre arriba y abajo. Es más, ni siquiera se sabe uno. No ha descubierto aún que él es, por oposición a su madre. Se siente aún parte del cuerpo de su progenitora -y es que lo fue, por una temporada-. La madre, gracias a las funciones de palparlo y sostenerlo (“handling” y “holding”), irá conformando un espacio vital en el que dicho ser crecerá, hasta el punto de poder hacerse cargo de su cuerpo. Mejor dicho, el niño, gracias a la madre, descubre que cuenta con un cuerpo y que éste, nos guste o no, no es parte del cuerpo de la madre. Inicia aquí un largo camino en el que el niño pasa, de ser una parte de su madre, a ser un individuo. Es este el momento en que ingresamos al campo de lo social, ya que descubrimos al otro. De lograrse, la estructura psíquica de ese niño le permitirá crecer, evolucionar, desarrollarse, ser. De no conseguirse, quedará ese ser condenado a asumirse en tanto órgano del que la madre no quiso -no pudo, no supo- desprenderse. Pensaba Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, que de esta operación de verdadero desapego -para ambos- dependerá la salud mental del hijo… y de la madre (el hecho de que la madre ya no contase con un sistema psíquico apto, obviamente complejizará todo este esencial proceso de separación física y psicológica).
El mundo del niño, una vez “presentado” por su madre, ¿cuál será? ¿Tendrá ese cachorro la capacidad de deslindar lo real de lo percibido por su madre? ¿Podrá, gracias a su intelecto, desechar todo aquello que su madre cree o considera real, al descubrir que dicha realidad se presenta como una especie de “collage” en el que se entrelazan fragmentos de la historia propia de esa mujer? La respuesta es no. No, al menos en sus primeros años. Madurar es precisamente eso: diferenciar lo aprendido de lo real. Al inicio de la historia, la suya y la mía, todo lo que se nos presentaba lo aceptamos como realidad. No contábamos aún con la capacidad cognitiva de discriminar lo realmente real de lo creado por la mente de nuestra madre. Esto es ineludible. Todos crecimos en una versión de la realidad. Algunas versiones muy lúdicas. Otras muy peligrosas.
La película española “Cinco Lobitos” (2022) presenta una historia de la que no podemos huir, ya que es la historia de todos nosotros, a saber, la poca certeza con que cada madre cuenta respecto de su ejercicio de la maternidad. La madre, al convertirse en una, sabe que no sabe, lo cual la puede hacer sentir emociones altamente amplificadas: impotencia, cansancio, ignorancia, soledad, etc. El acto de concebir a un ser humano, sea vivido como una meta o como un imprevisto, ni siquiera anticipa todo lo que está por suceder… ya que nadie lo sabe de antemano.
Hormonalmente hablando, el acto mismo de concebir se presenta como un momento obscenamente jubiloso, seguido de uno profundamente doloroso. Quizás allí somos enfrentados a una verdad de la existencia: el éxtasis siempre es acompañado de la caída emocional (esto podría ayudarnos a comprender la depresión post-parto y, aún sin necesidad de patologizarlo, esa sensación de extravío que toda madre experimenta una vez iniciar el ejercicio de la maternidad). “Cinco lobitos” este punto en particular, me parece hermosa -y dolorosamente- bien retratado: si Amaia deseaba ser madre, no contamos con suficiente información. Lo que sí sabemos es que el hecho mismo de intentarlo, más allá del amor que pueda sentir por su hija, no es suficiente. Varias escenas vienen a mi mente en este momento. Es fácil sentir esta frustración que raya en impotencia, al reconocer que hacerse cargo de un cachorro humano es un ejercicio del que nadie sabe lo suficiente.
En este último punto, el de la responsabilidad de los padres respecto a sus hijos, esta película también retrata de un modo muy humano este vínculo, ya que Begoña y Koldo (padres de Amaia), son convocados a volver en rescate de su hija de 35 años, quien ahora es además mamá. Ser papá y ser mamá pareciera ser un oficio sin fecha de expiración. De ahí la trascendencia de dicha decisión.
A lo largo de la película nos vamos tropezando con frases que nos permiten verla como una historia que va más allá de la maternidad. La película me resultó altamente existencialista, ya que tópicos como la felicidad, el dolor, la vida misma, la muerte, el sexo, la soledad, el amor, la familia, el cuerpo y la fidelidad aparecen y desaparecen por aquí y por allá. Diría, parafraseando al pensador alemán Friedrich Nietzsche, que esta historia es humana… demasiado humana. Igual la maternidad. Humanizar al hijo requiere el reconocimiento, por parte de la madre, de su humanidad misma. Definición de humanidad: reconocimiento de nuestros límites, de nuestros miedos, de nuestros sueños, de nuestra finitud.

La vida es un experimento. Nadie sabe totalmente lo que está haciendo: ni los padres, ni las madres, ni los abuelos, ni los hijos, ni los hermanos. No importa cuántas veces alguien practique criar a otro ser humano. Dicha experiencia no resolverá todos los enigmas del siguiente intento, en caso de haberlo. La compasión -unida siempre a la autocompasión- tendría que ser la emoción que nos guíe en este loco laberinto llamado vida humana. Una madre autocompasiva cuenta con más posibilidades de no instalar en su cachorro todo su set de miedos e inseguridades (sin duda le instalará algunos, es ineludible). El entorno también jugará un rol protagónico (su pareja, su trabajo, su familia, etc.).
Leía con beneplácito hace unos días una noticia que me compartió mi esposa, en la cual se aseguraba que los padres -varones- de la generación “millennial” pasan en promedio tres veces más tiempo con sus hijos que el que sus padres compartieron con ellos. La evolución sabe lo que está haciendo, lo cual es una verdadera gran noticia.
Sea éste un muy elemental homenaje a esas madres que están tratando de hacer lo mejor que pueden. Eso es más que suficiente. Recuerden que la maternidad es un lenguaje que nadie domina.
Allan Fernández, Psicoterapeuta Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram y/o visitar mi blog “No Soy Motivador”.